El monte.
Echarse al monte; la cabra tira al monte; poner puertas al monte (¿será el de
Venus…)? Qué bonito es el monte. Da para
todo tipo de refranes, metáforas y documentales de la 2.
Sin ser
cabra ni disfrutar presentemente de monte venusiano alguno en forma activa ni
pasiva, he de confesar que me encanta el Monte. No me echo al monte, aunque me
gustaría tirarme alguno; nada que no piensen la mayoría de los hombres y
bastantes mujeres de mi edad. Supongo que estas cosas ya no escandalizan a
nadie en esta sociedad tan avanzada en la que nos ha tocado vivir. Aunque si
este blog tuviera, pongamos por caso, 300.000 lectores en lugar de 3.0, seguro
que habría alguno que se sentiría escandalizado por la retranca.
O no, who knows?.
En fin, no
se trata ahora de enhebrar ironías más o menos finas–si bien la tentación está
siempre presente–. Hablo del monte básicamente porque me gusta. El monte, los
caminos de tierra, el campo, la yerba y los árboles, la lluvia, el rocío y el
sol, el viento y las flores en la niebla son como un parque de atracciones, una
especie de montaña rusa, noria y carrusel de libertad adonde acudimos con
nosotros mismos para dar rienda suelta a emociones pesadas o indagar en
interioridades que ni siquiera sabemos que llevamos dentro.
El monte, el
espacio natural es conexión, raíz. En realidad, es el espacio más puro,
alejado de la vorágine, una vacación de la neurosis.
Aunque haya gente que entre árboles se siente como pez en lonja–perfectamente legítimo–para mi
el monte, el campo es un buen amigo que pide poco y da mucho de corazón. Ir al
monte supone alimento goxo, un
desembarazo de cargas y una recarga de energía. Sutil y delicada, pero firme e
inalienable. A cambio, busco cuidarlo y
respetarlo. Me muestro agradecido por el silencio cómplice del árbol, el
sonido de la bota contra la tierra, el canturreo de las aves y las briznas de
sol en una tarde nubosa.
Me gusta el
monte. Sin puertas. Sin cierres. Simple.
¿Ah, y el de
Venus? De éste hablamos otro día. :)