Leo los diarios, escucho la radio, miro la televisión y están llenos de miedo; ¿dónde queda el amor? Platitudes semánticas que bailan al son del cascabel del chamán: ¿Dónde quedó la esperanza? Dónde se fueron el apretón de manos y las miradas cómplices? ¿Hay alguien que sepa decir "Hola", "Buenos días"? ¿Escucha alguien todavía a Mozart? Incluso tú, poeta de la radio de madrugada, intransiges con la poesía. Como si los versos estuvieran obligados a guardar fila o a saltar de línea en línea al son de una corneta.
Me gustan las quimeras. Sí. Me gustan porque, en primer lugar, adoro la palabra: quimera. Me hace sentir el roce de una hermosa túnica tejida en algún lugar de oriente y noto en la piel de mi nuca, junto al oído, el susurro de unos labios dulces y sensuales que pronuncian lentamente la palabra: qui…me…ra… Pero también me gusta porque habla de ventanas, de espacios, de nuevos universos, de ilusiones, de horizontes imposibles que se hacen posibles simplemente por definirlos. Porque el amor nace de las quimeras, como también puede nacer de un helado de fresa, de un beso, de una puesta de sol, del sudor de un parto, de un pastel después de comer, de la fragancia de la piel, de un funeral, de una tarde pasada esperando a que abrieran las taquillas del concierto, de aquella vez que te dejaste las llaves dentro y te dejé entrar en mi casa para que no te mojaras. ¿Y qué me importa que no hables mi lengua si hablas mi idioma?
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