He disfrutado durante mi última estancia en Euskadi, que acabó ayer con mi último retorno a LA. He disfrutado de la rutina de comer en casa con mis padres, todos los días a las 2 en punto; de trabajar regularmente en mi pequeño cuarto de estudiante; de salir a tomar un pote con los amigos; de hacer footing por las mañanas; desayunar con mi periódico; hacer el crucigrama en Santa Barbara dentro del silencio del coche; conducir los domingos hasta el polideportivo para jugar el tradicional partido de basket; salir a Oliden o Mandubia con mis padres... Esto me hace feliz. Como el sonido de Radio Clásica a las 9 de la mañana de un domingo mientras giro por la rotonda de Eizaga enfilando la carretera de Azkoitia y veo al fondo el maravilloso macizo Txindoki y el valle del Goierri envueltos en una luz joven y entrecortada por las hermosas nubes otoñales. Eso me hace feliz, como pasear en coche por los carreteras secundarias y terciarias de Araba soñando con pasados medievales y rebosando emoción ante los magníficos campos, macizos y bosques que se me abren ante mí de forma sorprendente, pues siempre descubro parajes nuevos que me tocan el alma, quizás no porque antes no los viera, sino porque no los sintiera.
Puede parecer un juego de palabras, pero no lo es, ya que muchas veces miramos cosas que no vemos porque no estamos abiertos a sentirlas, por eso transcurren ante nuestros ojos sin dejar huella, marca alguna. Pero un día, por suerte o por destino, que no es lo mismo, resulta que aquello que siempre estuvo ahí, aparece ante nuestros ojos, y lo hace cuando estamos preparados para verlo, cuando nuestro corazón, nuestra alma, está preparada. Creo que nos pasa a todos. Y quizás un poco de eso me ha pasado este viaje, que he visto cosas que a lo mejor siempre estuvieron ahí delante, pero no las veía, no las sentía. Llego a Los Angeles con el depósito lleno de belleza vista y sentida.
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