La luna aquella noche era noble, redonda, brillante y blanca como un
redondel de papel de cebolla pegado sobre una gigantesca cartulina
negra. Los lobos aullaban no muy lejos, y del riachuelo llegaba el
murmullo del agua al chocar contra los guijarros en su trayecto.
Quince ranas más o menos canturreaban arrullándose mutuamente
escondidas entre los amarillos cañaverales que flanqueaban la
marismilla que se había formado al albur del agua. La yerba fluía
elegante del suelo aunque su color ahora no era verde sino casi azul,
en un efecto extraño creado por la luna llena. La mano se le escurrió
hacia el pecho de la mujer y ésta gimió lánguidamente mientras la
penetraba. Al poco lanzó un profundo suspiro, como si perdiera la
vida, y cayó derrotada sobre la paja seca. El hombre, sudoroso, se
derrumbó sobre su cuerpo desnudo. Quedaron dormidos escuchando el
croar de las ranas.
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