Un avión bimotor ronroneó en el horizonte. Al menos eso le pareció.
Era un día especial, porque su hijo se casaba. "Buena decisión", había
pensado el campesino cuando aquél se lo comunicó. "Quizás así no irá a filas". Él sabía que estaba soñando y que dentro de poco las SS vendrían al pueblo y se lo llevarían a matar rusos, pero prefería seguir en su fantasía hasta el último momento. A lo mejor, la guerra acababa pronto, y su hijo se quedaría con su nuera y podría cuidar del bebé que
esperaban, su nieto. Quizás fueran dos, porque Ingrid tenía una
barriga enorme y, según ella, sólo estaba de tres meses. Se le cayó la
escopeta de caza, la recogió, se echó un pedo y volvió a dormir.
Todavía quedaban un par de horas hasta el amanecer. Nunca había
querido ser nada más que comediante. Los trabajos del campo no le
agradaban pero como su padre murió en la guerra, en alguna de ellas,
no le quedó otro remedio que hacerse cargo del ganado. Su madre había
estado enferma de tuberculosis o sífilis, no estaba seguro, y sus tres
hermanas no daban un palo al agua porque decían que tenían que
salvaguardar su belleza para sus futuros maridos. Menudas lerdas,
pensó. Tanta chorrada para, al final, acabar dos en un burdel y la
otra casada con el carnicero del pueblo, un cerdo seboso que le había
hecho ocho hijos a su hermana. Pobre.
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