Fue entonces cuando se fijó en las ruedas de madera y en las poleas de
caucho. Bien hervidas podrían solucionar los problemas de transporte
que había tenido tras la muerte de Richard W., una de las mulas. Ahora
solo le quedaba una, viejilla y quejosa, que tendría que tirar del
árbol segado por el rayo la pasada noche. Las piedras del río
brillaron y una trucha se ofuscó, cegada por la luz. Dio un respingo y
saltó a la orilla, hizo como si echara una ojeada —algo imposible,
lógicamente— y boqueando se volvió a meter en el agua. Nadie la vio,
pero como es algo que sucedió, conviene decirlo.
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