jueves, 5 de noviembre de 2015

DE LA LOCURA A LA CORDURA O VICEVERSA: PARTE 7 (CONT. DE PARTE 6)

Y dale, que si ADN, que si genética, que si etnias y demás farfulladas ecuménicas. "Se hace o no se hace, y si se hace, hecho queda", pensó. Supo enseguida que lo que acababa de pensar era una chorrada, pero prosiguió  deglutiendo. Es lo que le pasaba siempre que hacía ejercicio y luego comía de seguido; se le encendía una especie de de strobe light  en el cerebro y las ideas se le disparaban en cualquier dirección. No sabía si era algo del azúcar en sangre o que, simplemente, los gases se le agolpaban en el intestino y la mucosa mental generada por el exceso de estímulos se transformaba en hipérbole pensante. Pero con un límite, eh, que tampoco es que fuera Vargas Llosa o Paco Umbral en su procreación literato-conceptual. De todos modos, decidió apuntarse el escorzo mental  en la libretilla de espiral que siempre llevaba en la guantera de la bicicleta para uso futuro en la novela que algún día escribiría.

Era consciente de que nunca ganaría el Planeta o el Cervantes pero nunca se creyó que fuera corto de mollera, como le inculcó su padre en sus desviados esfuerzos educativos. Por eso nunca renunció a escribir. Eso sí, la bici era lo primero. Y la historia lo segundo. Escribir, lo que se dice escribir venía en tercera o cuarta posición en su ranking de aficiones. Don Paco, su maestro de primaria en las Nacionales de Beristain le solía decir: "a usted, Iribarren, le vendría bien centrar sus esfuerzos en aprender bien el catecismo y tirar para el seminario. ¡Menos escribir, coño, le veo aura de sacerdote!". Joder, aura de sacerdote. Don Paco no se enteraba de nada. No sabía aquel hombre el aura de sacerdote que tenía Iribarren. Por de pronto no sabía que a Iribarren le gustaba tocarle las tetas a la Irene, buena bicha la Irene, que se dejaba con Iribarren y con Cengotita, aunque por separado, eso sí. De lo malo malo, al final Cengotita y la Irene formalizaron la relación y dieron al mundo cuatro criaturas, pero eso no sería hasta pasados otros 10 años, periodo durante el cual ocurrieron muchas cosas que algún día tendría que relatar para que no se perdieran en el pozo de la intrahistoria inane.  

Eso es lo que le venía a la cabeza en momentos como este. Andanadas de recuerdos, ideas y conjeturas de proyectos futuribles. Y eso que no había tomado café, sólo el bocata de tortilla y Tulipán. Era algo intangible. Le había dado muchas vueltas pero sin alcanzar ninguna conclusión. Le encantaba subirse a la bicicleta y recorrer las carreteras secundarias de Álava, Ribera Alta, Legutiano, Valdegobía, cualquiera. En realidad, era su pasión. Mientras pedaleaba no pensaba en nada. Era como el paraíso prenatal: puras sensaciones, los aromas de los campos y los árboles, la brisa del aire y el color de cielo. Su mente se paralizaba y lo único que procesaba era el devenir repetido de las rayas discontinuas en mitad de la carretera, el sonete de la cadena de la bici al rizar por los piñones, el sudor bajándole por la rabadilla o la presión de las manos sobre el manillar. En esos momentos era pura nube, un bloque de emoción en comunión con el universo, espacio delante, espacio detrás, cielo arriba y asfalto abajo. Y rodar con ecuanimidad y delicadeza sobre la carretera. Una monja budista podría decir que era como el fluir del agua sobre la roca. Pero el no era budista, qué va. Era del Alavés y punto. A lo más que llegaban sus adherencias religiosas era su tradición de acudir todos los años a la Misa del Gallo de Navidad en la parroquia de Santa Eulogia. Él nunca supo dónde empezó la tradición, pero le gustaba eso de ir a misa a las 12 de la noche. Había algo del ambiente que le llamaba, quizás simplemente el hecho de desaparecer de la cena familiar y tener una hora de paz entre cánticos con gente que no gritaba ni se emborrachaba. Tampoco le daba más vueltas. Le gustaba y punto.