viernes, 29 de junio de 2012

Joan tiene calor

Joan mastica silenciosamente junto a la ventana. No sabe qué música suena en el pequeño restaurante vegetariano porque se le ha olvidado el iPhone verde con la app SoundHound que le chiva todas las canciones. Tuvo que salir rápido de casa y allí quedó el aparato, sobre la mesilla.
Afuera hace un calor de mil demonios, cerca de 40 grados con humedad, y el aire acondicionado hace de bálsamo; Joan no se quiere ir y mastica y mastica el sándwich de arúgula, pimientos asados, aguacate y filete de soja como si tuviera un bolo en el estómago que le impide tragar. Pero no es cierto, sólo que no quiere acabar. Sabe que ahí afuera está el infierno y no quiere saber nada de él. De vez en cuando mira de reojo al ventanal, sin mover mucho el cuello, como si tuviera un problema de cervicales, pero no es así; simplemente, no quiere moverse para que el mundo no se dé cuenta de dónde está. Por la calle pasa una mujer gorda de raza negra, hablando por el móvil, pero Joan no la oye, el sonido de fuera ahogado por al música grunge que emana de los altavoces. Se baja las gafas de sol negras que llevaba apoyadas en la cabeza y muerde el sándwich, ya queda poco. Joan mastica como si fuera lo último que fuera a hacer en la vida, como el condenado a muerte que relame el tenedor de la última cena, el último desayuno o lo último que sea. Parece absurdo relamir un trozo de latón, pero ¿quién sabe en ese momento? A lo mejor se quiere llevar el último regusto de comida a la tumba, como Joan parece querer extraer la última gota de ADN a su sándwich de aguacate y soja. No lo sabemos: nadie ha entrevistado a un ejecutado, y tampoco tengo ganas de entrevistar a Joan, especialmente ahora, que tiene los ojos tapados por esas gafas de sol tan opacas, como tienen que ser las gafas de sol.

Es guapa Joan. Delgada, fibrosa, pelo oscuro, liso, en cola de caballo. Lleva un pequeño tatuaje indescifrable en la parte trasera del hombre izquierdo. Lo sé porque se acaba de levantar. Acabó el sándwich, rebaño el plato con dos dedos. Miró a su alrededor y de reojo a la ventana. Suspiró y se levantó. Había llegado la hora, el momento fatídico. Se para ante la puerta, se ajusta las gafas de sol, se estira la braga que se le había metido en la ranurilla, se alisa la falda y sale al mundo, a la calle, al calor, al infierno. La veo dudar un segundo al pisar el asfalto medio derretido, un tenue y quizás inconsciente gesto de negación, de querer quedarse en el restaurante, bañándose en el aire acondicionado. Pero es sólo un espejismo; Joan gira a  la derecha y la veo desaparecer calle arriba, entre las gentes, entre el vaho del asfalto.




No hay comentarios:

Publicar un comentario